Autor: Fernando Pascual
Nos asusta e inquieta esa palabra
que asoma en ocasiones ante el horizonte de la propia vida o de la vida de
seres queridos: el fracaso. Por eso vale la pena reflexionar un momento sobre
la misma.
Notamos que existen diversos
tipos de fracasos. Fijemos nuestra atención en tres de ellos.
Fracasos tipo 1
El primer tipo de fracasos
consiste en no alcanzar algo que deseamos intensamente. Nos proponemos una
meta, empezamos a trabajar, dedicamos parte de nuestro tiempo y de nuestro
corazón para conseguirla. Un día constatamos que la meta vuela lejos:
fracasamos.
Así, fracasa un chico que busca
conquistar una chica, o viceversa. O una persona que pide ascenso de sueldo y
recibe una negativa. O un estudiante que se mata para aprobar y llega
puntualmente un nuevo suspenso. O un mecánico que tras horas de esfuerzo no
consigue encontrar el fallo en el motor del coche. O un adulto que se propone
esta tarde no naufragar en Internet para atender a los hijos y al final termina
nuevamente encadenado a la pantalla de la computadora...
Este tipo de fracasos duele.
Algunos de modo más intenso, otros con menor profundidad. ¿Por qué duelen?
Porque nos habíamos propuesto un objetivo, sencillo o ambicioso, y al final nos
encontramos con las manos vacías.
Fracasos tipo 2
El segundo tipo de fracasos es
menos visible y engaña a muchos. Es el fracaso que se logra cuando uno consigue
hacer 'bien' lo que es 'malo', cuando logra la 'victoria' que le permite
alcanzar deseos y proyectos bajos, mezquinos, pecaminosos.
Quien engaña al esposo o a la
esposa sin ser descubierto, ¿no se siente 'victorioso'? Quien comete un 'robo
perfecto', ¿no llena sus bolsillos de un dinero que satisface tantos deseos
personales? Intuimos fácilmente que una 'victoria' conseguida desde el mal es,
en el fondo, un profundo fracaso. Porque el 'triunfador' ha dañado su
conciencia, ha destruido su integridad moral, ha perjudicado a otros (cercanos
o lejanos). Se ha alejado de Dios y ha encendido una vela al diablo.
Por desgracia, muchos de los que
consiguen victorias en el mundo del pecado parecen satisfechos, incluso
presumen de sus fechorías. Sobre ellos
la Biblia ofrece juicios muy severos, sea en algunos salmos, sea en el Nuevo
Testamento.
Su situación, además, es
sumamente grave, porque disfrutan de sus logros hasta el punto de no reconocer
el estado miserable en el que se encuentran. Valen para esas personas aquellas
terribles palabras del Apocalipsis: 'Tú dices: «Soy rico; me he enriquecido;
nada me falta». Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de
compasión, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro acrisolado al
fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede
al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y un colirio para que te des en los
ojos y recobres la vista' (Ap 3,17-18).
Fracasos tipo 3
El tercer tipo de fracasos es más
sutil y problemático. Somos honestos. Conseguimos metas buenas. La vida nos sonríe.
Los problemas se resuelven. Sentimos una halagadora satisfacción ante tantas
conquistas y ante la belleza de una conducta justa. Sin embargo... algo dentro
nos dice que nuestra vida, tan llena de victorias y de satisfacciones, tal vez
es un fracaso.
¿Cómo ocurre eso? Es cierto que
alcanzar un objetivo bueno nos llena de alegría. Pero no todos los objetivos corresponden
a los anhelos más profundos del corazón, ni nos abren a exigencias más íntimas
de la vida cristiana.
Un joven que desea aprobar
exámenes y lo consigue ha conquistado, ciertamente, una meta muy gratificante.
Pero su vida no está hecha para aprobar exámenes. Unos esposos que llevan una
vida matrimonial satisfactoria y serena gozan de un don que muchos envidian y
que a ellos les produce una alegría maravillosa. Pero tampoco esa vida casi de fábula
es lo único a lo que aspiramos los seres humanos.
Causa sorpresa pensar que pueda
ser un fracaso la vida de quien salta de gozo ante victorias limpias, buenas,
sanas. No es fracaso, hay que aclararlo, porque se están logrando objetivos
buenos. Pero sí lo es cuando esa persona olvida la meta definitiva y el único
amor al cual está llamado: Dios.
Porque una hermosa convivencia
familiar, un trabajo exitoso y lleno de conquistas, un dinero ganado
honestamente, unas vacaciones en un lugar sereno y reconfortante, no son el
puerto último para la existencia humana, ni pueden ahogar otras dimensiones de
la vida.
Sólo cuando abramos los ojos de
la mente y del corazón a la meta definitiva. Sólo cuando comprendamos que todo puede
servir para el bien si uno ama a Dios (cf. Rm 8,28). Sólo cuando los bienes
materiales y la salud sean 'invertidos' en la ayuda al pobre, al enfermo, al
abandonado, al triste, al anciano. Sólo cuando seamos capaces de ver que muchos
fracasos no son más que puertas que se cierran para que se abran horizontes de
humildad y de acogida. Sólo cuando seamos capaces de ofrecer el dolor propio
unido a la oración de Cristo en la Cruz por todos los hombres...
Sólo entonces nuestra vida
brillará desde una luz que viene de lo alto y que permite participar en la
única victoria que da sentido a la aventura humana: la del Cordero entregado
por Amor al Padre y a los hermanos.
Fuente: Catholic. Net